Convento de Santo António de Castanheira

Impresionante la visita que realizamos a este lugar apartado del mundanal ruido. Impresionante su belleza, su historia, su ruina, su intento de rehabilitación. Impresionante todo lo que lo rodea. Extraordinario… es una verdadera lástima que las fotos no puedan hacerle la justicia que merece.

Se cuenta que a seis leguas de la Corte y a media del Tajo, detrás de un monte, junto a la Villa de Povos, existía una ermita dedicada a Santo António de Vila Franca, junto a la Quinta “Fuente del Obispo”. Esta quinta fue donada por Domingos Simões a una comunidad de frailes franciscanos procedentes del Convento de São Francisco de Alenquer, que comenzó las obras de restauración de la Quinta en el año 1402 dirigida por el fraile español Pedro de Alemancos, con la colaboración económica del Rey y de algunos hidalgos.

Todo ello se hizo sin la licencia de la Santa Sede, por culpa de las confusiones generadas tras el gran Cisma de esa época. Las obras se prolongaron durante todo el siglo XV, sobre todo desde que, en 1493, la reina Dña. Leonor se interesase en enriquecer la iglesia conventual, ampliar el número de las celdas y preservar la clausura levantando muros más sólidos.

Comenzado el siglo XVI, D. Manuel se convirtió en el mecenas de las obras del convento. Ordenó mejorar la iglesia y las oficinas, y encargó a los monjes plantar un huerto. En 1510 se inició la construcción del claustro, que no finalizó hasta 1525. Más tarde, el primer conde de Castanheira, D. António de Ataíde, apadrinó el convento, mandando edificar las capillas laterales hacia el año 1530. Un año después tuvo que hacer frente a los daños provocados por el fuerte terremoto de 1931 y ya en 1550 instituyó el mausoleo de los Ataíde en una de las capillas del templo.

En la segunda mitad del s.XVI, fue D. Jorge de Ataíde quien patrocinó las obras del convento, ordenando reedificar la capilla mayor, el trascoro, el tejado de la sacristía y las cuatro iglesias del claustro, construyendo, también, una casa de fresco junto al claustro.

Dos siglos después, en la segunda mitad del s.XVII, los Condes de Castanheira mandaron edificar otra casa de fresco junto a la antigua ermita de Santo António de Vila Franca, así como un nuevo coro alto en el templo del convento.

El declive del convento comenzó con su abandono tras el saqueo de las tropas invasoras francesas. Después de la extinción de las órdenes religiosas fue vendido en 1838 a  Joaquim Quintela, conde de Farrobo, que adaptó el edificio para que funcionase como una fábrica de seda, dedicando la capilla de la Concepción a mausoleo de los Quintela, decorado con elementos imperiales y masónicos en el que aún encontramos su (hoy profanado) túmulo.

Tras la muerte de Farrobo, el convento perdería sus azulejos, que fueron vendidos, junto con los retablos y alguna estatua, al Consejero José Dias ferreira para decorar la capilla de su casa.

En el último cuarto del siglo XIX, tanto la quinta como el convento fueron adquiridos casi en estado de ruina por D. Manuel Teles da Gama, Conde de Cascais, cuyo hijo llegó a habitarlo en 1933 y a utilizar la iglesia como bodega, incrementando la amenaza de ruina del resto del edificio. En aquellos años aún quedaban algunos libros abandonados pertenecientes a la, otrora, magnífica biblioteca.

Ya en 1984 el convento fue vendido a José Albuquerque Barroso, quien comienzó su rehabilitación. En 1996 fue adquirido por sus actuales propietarios que pronto se encontraron con serios obstáculos por parte de la Administración tutelar para avanzar en la rehabilitación del complejo.

En líneas generales, el convento presenta en su estructura las diversas obras realizadas por sus distintos propietarios. Llama mucho la atención el sobrio aspecto exterior del templo frente a los elementos manuelinos, renacentistas y manieristas que podemos encontrar en su interior.

Por su parte, la iglesia, de planta de cruz latina, poco difiere de la tipología de los templos de la región, con sus relieves pintados en la fachada. El espacio exterior incluye también las dependencias conventuales, con sus dos casas de verano que he enumerado (una renacentista, la otra, barroca), un jardín que vino a sustituir a la primigenia huerta, las celdas (de las que poco se conserva), la casa de capítulo, la biblioteca con su zona de refectorio, la cocina y la bodega.

En resumen, desde 1810, fecha de la tercera invasión francesa, este convento que había albergado entre sus paredes a personajes tan insignes como Cristóbal Colón, ha sufrido diversas vicisitudes que le llevaron a su decadencia ya en 1834, como todos los que pertenecían a las Órdenes masculinas, con un masivo expolio, cuyos restos fueron inventariados y repartidos (sus 1.700 libros) entre las bibliotecas de Lisboa y (su patrimonio ecuménico) entre varias iglesias.

Tampoco fue ajeno el complejo a las terribles consecuencias de los terremotos de 1531 y 1755. Tras el paso de los distintos propietarios y su posterior abandono, el Convento sufrió un vergonzoso expolio que afectó no sólo a los elementos mobiliarios o estructurales, sino que también se vio afectado por la profanación de sus mausoleos y osarios.

Aunque, como decía, actualmente la quinta está en proceso de recuperación por parte de sus nuevos propietarios, empeñados en proteger lo que aún se conserva, los infinitos impedimentos burocráticos a los que se están enfrentando ponen en peligro sus esfuerzos. Parece que, incluso, se baraja la posibilidad de que el complejo, una vez terminadas las obras, se convierta en hotel rural. Pero lo único cierto, por el momento, es que bien parece que las autoridades competentes están más preocupadas en conservar una ruina que en su rehabilitación.

Y, precisamente eso es lo que visitamos, unas ruinas, magníficas, eso sí, rezumantes aún de los ecos lejanos de un esplendor que le fue arrebatado y maltratado, pero con la vista puesta en la que creíamos su minuciosa, costosa y, por ende, lenta recuperación. Ojalá así sea y este locus amoenus se salve del olvido y la destrucción.

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Sobre mí:

Curiosa por naturaleza, desde niña me embelesaron los ecos pasados que se me antojaban atrapados entre las paredes de los lugares abandonados que iba dejando atrás desde el coche de mi padre. Hoy, un poco más dueña de mis pasos, los dirijo allí para admirar la belleza oculta entre sus ruinas, inmortalizarla con mi cámara e indagar en la verdadera historia que, en otros tiempos, les dieron vida. Estos son mis locus amoenus ¿me acompañas?