Royal Navy Hospital Bighi

En un país de posición estratégica para casi todos los conflictos bélicos que han sucedido en la Europa mediterránea, no es difícil encontrar hospitales de este tipo que, a su vez, son muestra superviviente de las invasiones a las que la zona se ha visto sometida.

 

Hace siglos, existía una villa en un promontorio frente al mar que había pertenecido al Prior Fray Giovanni Bichi (cuyo apellido distorsionado se transformó en Bighi); más tarde al Papa inquisidor Alejandro VII; después al sobrino del primero, Fray mario Bichi; y, posteriormente, a una larga serie de personajes influyentes que le fueron dando distintos usos hasta pasar a manos del Gobierno Civil en el año 1800.

 

Se trataba de una una mansión, Villa Bichi (luego, Villa Bighi) rodeada de tierras fértiles para el cultivo y la alimentación de los que, más tarde, fueran sus pacientes, que hizo también las veces de hospital para afectados por la peste desde 1813 hasta que, en 1829, la villa fue entregada a la Royal Navy para construir un hospital naval siguiendo el diseño del que fuera General de División, Sir George Whitmore.

 

Para ello, hubo que expropiar las propiedades privadas de los alrededores hasta que, en 1830, se puso la primera piedra del hospital. Como anécdota hay que señalar que, mientras los obreros trabajaban en sus cimientos, fueron hallados restos arqueológicos egipcios que fueron trasladados al Museo Británico. Finalmente, el hospital fue fundado en 1832 por el vicealmirante Sir Malcolm Pulteney y sus instalaciones ampliadas en 1901, con un ala destinada a la práctica de la cirugía (Hospital General Block) y en 1903, con otra dirigida al tratamiento y aislamiento de pacientes con enfermedades infecciosas y con la edificación de un ascensor que daba servicio al embarcadero del centro trasladando marineros heridos desde sus barcos hasta el hospital. El complejo contaba también con una unidad mental, un cuadra, con la llamada Barraca del Fumador con y dos cementerios protestantes.

 

A lo largo de su historia recibió heridos de la Guerra de Crimea (1853-1856, Rusia perdió ante la alianza de Francia, Gran Bretaña, Cerdeña, el Imperio Otomano y el presuntamente neutral Imperio Austriaco) y de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial, al encontrarse ubicado entre zonas militares, el hospital fue objeto de bombardeos que dañaron gravemente, incluso destruyeron, parte de sus instalaciones, como las alas este y oeste, la sala de rayos x, la villa y el ascensor.

 

Tras su reconstrucción parcial, el hospital sirvió también a la atención de civiles pero, finalmente, cerró sus puertas en 1970. Siete años después, el ala este de la Villa fue empleada para ubicar la que fuera Cámara de Comercio de Senglea, mientras que otras salas fueron ocupadas por los alumnos de una escuela de secundaria. En 1984, la Cámara de Comercio fue trasladada al ala oeste por el peligro de derrumbe del techo del ala que ocupaba y el colegio, clausurado.

 

Durante esos años, los extensos jardines del hospital y otros edificios del complejo se demolieron para construir una urbanización. Desde entonces, la que fuera unidad mental acoge una tienda de decoración para fiestas locales perteneciente a un iglesia; el bloque más cercano al ascensor, una escuela infantil; el edificio para infecciosos, tras ubicar el Centro de Medios de Comunicación del Departamento de Educación, fue abandonado y vandalizado hasta el año 2010, momento en el que empezó a albergar la oficina central de la Agencia Nacional de los Museos y la Conservación del Patrimonio Cultural; y las edificaciones del lado este, después de haber sido empleadas como almacenes de la Secretaría de Educación, fueron abandonadas hasta ahora, momento en el que están comenzando las obras de restauración para devolverles su estado original.

 

Fue precisamente por esa zona por la que nosotros deambulamos, cámara en mano, con sentimientos econtrados: el de haber llegado demasiado tarde para haber podido recorrer todo el complejo, otrora, abandonado, y el de la satisfacción de saber que esta joya de edificio está ya siendo tratada como merece siendo convenientemente restaurada.

 

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Sobre mí:

Curiosa por naturaleza, desde niña me embelesaron los ecos pasados que se me antojaban atrapados entre las paredes de los lugares abandonados que iba dejando atrás desde el coche de mi padre. Hoy, un poco más dueña de mis pasos, los dirijo allí para admirar la belleza oculta entre sus ruinas, inmortalizarla con mi cámara e indagar en la verdadera historia que, en otros tiempos, les dieron vida. Estos son mis locus amoenus ¿me acompañas?