Monasterio de San Ginés de la Jara

No puedo negarlo, me hechizaron las historias que se contaban en torno a este antiguo monasterio abandonado y no paré hasta convencer al resto del grupo para dirigir nuestros pasos hasta él a pesar de encontrarnos a cientos de kilómetros de distancia. Saber que en su interior se habían encontrado restos de máquinas de tortura, fosas comunes, cuerpos momificados, gente emparedada y que se especula con la existencia de túneles y tesoros ocultos despertó nuestro morbo… lo reconozco, al fin y al cabo somos simples mortales con nuestros defectos y nuestras virtudes.

 

Se trata de un santuario de orígenes mozárabes que se remontan a épocas anteriores al siglo XI, levantado sobre los restos de un antiguo templo romano erigido en honor a la Diosa Minerva sobre un volcán extinguido. Fue ocupado en el siglo XIII por los monjes agustinos, habiendo constancia de la existencia de una ermita enclavada en una torre defensiva que, durante la Edad Media, pudo dar cobijo frente a la llegada de barcos berberiscos. No fue hasta el siglo XVI, bajo el patronazgo de los Marqueses de Vélez, cuando el monasterio se erigió por la orden Franciscana en la forma que hoy se presenta en advocación del recién nombrado Santo, San Ginés de la Jara (cuyas hipótesis biográficas le suponen hijo del entonces rey de Francia, Roldán Magno y, por ende, renunciante al trono a favor de la vida de ermitaño), alcanzando su máxima época de esplendor tanto en las edificaciones colindantes como en el, otrora, hermoso jardín exterior.

 

Al llegar allí nuestra desolación fue absoluta. El monasterio estaba rodeado por un alto muro en toda su extensión y varios carteles de prohibido el paso invitaban a mantenernos alejados de la propiedad. Pero la tentación era más grande que la prudencia y, sin desvelar cómo pudimos hacerlo, dos de nosotros acabamos al otro lado del muro. Lo que vimos allí distaba mucho del estado de conservación que presuponíamos a las construcciones del complejo. Una serie de casas que luego supimos pudieron tratarse de capillas dedicadas a los Misterios del Rosario se encontraban en estado de ruina con los techos desplomados y restos de incendios pretéritos.

 

Descubrimos con satisfacción que se estaba acometiendo la restauración de parte de estas construcciones, era más evidente en aquella que contenía un viejo molino, y continuamos avanzando descubriendo el entorno del edificio principal. Un aljibe, una fuente colorida y canales de riego que permitieron, en su día, el esplendor de su enorme jardín y palmeral.

 

El monasterio estaba totalmente rodeado por una valla y todos los accesos (ventanas, puertas y oquedades) cubiertos por una gruesa capa de cemento. Rodeamos el perímetro admirando la fachada Renacentista reformada por Diego de Arce a finales del siglo XVIII, los escudos de armas, los pórticos y, por fin, la esbelta torre del campanario.

 

Aunque sabemos que no mucho antes de nuestra visita hay quien encontró un resquicio para colarse en el interior de la edificación, no fue éste nuestro caso y tuvimos que conformarnos con marcharnos antes de que los dos miembros de seguridad contratados para evitar visitas indeseadas hiciesen acto de presencia avisando a la Guardia Civil.

 

No pudimos, pues, recorrer su llamativo claustro que, sabemos, conserva motivos mozárabes y una antigua fuente en forma de estrella de ocho puntas decorada con azulejos de colores. Tampoco nos fue posible recorrer ninguna de las dos plantas interiores del templo ni de la cripta, acceder al famoso Altar de la iglesia principal a la que tantas historias paranormales se atribuyen, ni comprobar si la torre de su campanario realmente alberga la presencia sobrenatural de un monje encapuchado.

 

Nos fuimos con ganas de más pero con la satisfacción de comprobar que la restauración de este Bien de Interés Cultural parece estar ya muy próxima. Volveremos cuando ésta haya finalizado.

 

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Sobre mí:

Curiosa por naturaleza, desde niña me embelesaron los ecos pasados que se me antojaban atrapados entre las paredes de los lugares abandonados que iba dejando atrás desde el coche de mi padre. Hoy, un poco más dueña de mis pasos, los dirijo allí para admirar la belleza oculta entre sus ruinas, inmortalizarla con mi cámara e indagar en la verdadera historia que, en otros tiempos, les dieron vida. Estos son mis locus amoenus ¿me acompañas?