Dejamos los coches en un ensanche del arcen y, con el equipo fotográfico a cuestas, pasamos por encima de una cadena que cortaba el paso. Caminamos un buen rato entre lo que parecía un coto de caza sin saber a ciencia cierta si al final del camino encontraríamos una vivienda abandonada o habitada, así que procuramos movernos con cierto sigilo. Si la casa continuaba habitada, estaríamos cometiendo un allanamiento de morada y podríamos asustar a sus propietarios cuando nuestro único propósito era fotografiar la zona.
Un primer edificio salió a nuestro encuentro tras una curva. Descubrir sus puertas y ventanas tapiadas con ladrillo nos tranquilizó y avanzamos con mayor decisión hacia la edificación principal. Lo que encontramos nos dejó sin habla. Una especie de capilla vacía se erguía junto a un caserón cuyas paredes pintadas de blanco mostraban signos de haber servido de diana de tiro, probablemente para algún cazador aburrido. Pero lo realmente impactante estaba cruzando el umbral. No tenemos claro el uso que recibieron en su momento aquellas habitaciones, hoy completamente vacías, que fuimos recorriendo cámara en mano, ni el tiempo que llevan abandonadas, pero se respiraba en ellas una atmósfera especial.
En un momento dado llegamos a un patio central interior con soportales en su cuatro lados, dominado por una portentosa palmera. Fue allí, en uno de los laterales techados, donde encontramos un enorme cepo para cazar conejos dispuesto con pericia para atrapar otra presa, tal vez, un zorro, a juzgar por los pedazos de tocino crudo que alguien había colocado como cebo. La carne era fresca, así que la sensación de que en cualquier momento podíamos encontrarnos con alguien resucitó. Pensamos que lo mejor era continuar nuestra visita al lugar y desactivar el cepo antes de abandonarlo, no se me ocurre una forma más cruel para matar a un animal y, además, se trata de una práctica ilegal.
Abandonamos el patio y llegamos a un enorme salón de grandes ventanales. En su centro, algo parecido a una chimenea de cuatro caras o quizás algún tipo de horno de leña imprimía carácter a aquella sala desde la que se divisaba un hermoso paisaje de jara y retamas y, en primer término, una gran piscina azul vacía. Bajo ésta, unos pequeños cuartos alicatados en vivos colores albergaron en su día duchas y vestuarios.
Nos encontrábamos, sin duda, ante un edificio destinado a algún tipo de negocio relacionado con la hostelería que por motivos desconocidos por nosotros había echado el cierre definitivo a su actividad no sabemos cuanto tiempo atrás, seguramente, varias décadas. ¿Un restaurante? ¿Un pequeño hotel? me temo que nunca lo sabremos.
Subimos a la planta superior en la que atravesamos varias habitaciones vacías para llegar hasta unas escaleras que nos permitieron el acceso a un pequeño mirador. Una vez arriba llegó la sorpresa. Desde allí pudimos divisar una edificación contigua rodeada por un alto muro pero, claramente, parte de la finca y, frente a ella, un coche. Definitivamente, no estábamos solos y pese al estado de abandono de aquel lugar, tenía un dueño. Sólo podíamos hacer un cosa, regresar a nuestros coches rumiando en la memoria las estancias recorridas y preguntándonos qué tipo de edificación acabábamos de visitar.
Escribir comentario