El pequeño pueblo dedicado a la agricultura y la ganadería desapareció sin conocer la electricidad ni el agua corriente, sus habitantes tenían que recurrir a quinqués y a cantaros de agua recogida del Tajo para abastecerse. Las comunicaciones con los municipios del entorno eran muy complicadas por el mal estado de los caminos y, a pesar de contar con maestro y cartero, ante la usencia de médico, de servicio religioso permanente y de comercios, sólo los más ancianos permanecieron en el lugar hasta su muerte, mientras los más jóvenes emigraban en busca de un futuro provisto de mayor calidad de vida. Oreja quedó, así, al antojo del paso del tiempo y del vandalismo. Sus catorce viviendas dispuestas en forma de U en torno a una calle central y dos exteriores fueron deteriorándose hasta llegar al decrépito estado de consevación en el que nos las encontramos hoy.
Nuestra visita fue totalmente improvisada y no llevábamos con nosotros nuestros equipos fotográficos, sólo un Iphone con el que hicimos las fotos que ilustran esta crónica. Tampoco teníamos indicaciones precisas para llegar hasta allí y perdimos mucho tiempo atravesando caminos que pusieron a prueba la integridad de nuestro coche pero, finalmente, dimos con la población. Paseamos por su calle central, aquella de la que cuentan que al atravesarla sientes cómo miradas ajenas te vigilan desde el interior de las casas.
Pese a todos los testimonios que habíamos oído al respecto, en nuestro caso esa sensación no se produjo en absoluto. Entramos en cada una de las moradas recorriendo sus estacias y subiendo a las plantas superiores en aquellas en las que esto aún era posible. Nos llamó la atención la disposición de las habitaciones, muy similar en todas las viviendas y, en general, su reducido espacio. En algunas de ellas, la planta inferior pertenecía a un familia y la superior a otra, razón por la cual en el patio trasero encontramos escaleras de acceso independiente al piso superior. Chimeneas destrozadas, algunas pintadas, suelos parciamente levantados y techos vencidos eran el denominador común de muchas de estas casas.
Una vez fuera, nos dirigimos hacia la ermita del pueblo, un edifcio restaurado y encalado que nos recibió con todas sus puertas cerradas. En el cercano cerro, el castillo esperaba nuestra visita pero esta vez no pudo ser, la incipiente lluvia y el anochecer, que hubiese complicado mucho nuestro regreso por los maltratados caminos, nos obligó a poner fin a nuestra excursión.
Nos quedamos sin comprobar si era cierto que la torre del castillo está encantada y que si te quedas allí escuchas inquietantes ruidos y una extraña e inexplicable música salida de la nada. Volveremos para comprobarlo.
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